viernes, 5 de marzo de 2010

Libros

Desde que tengo memoria los libros siempre me han gustado, sí, incluso antes de aprender a leer. A pesar de que mis padres no son grandes lectores crecí rodeada de libros alimentando una fascinación hacia ellos y con un interés especial en uno enorme con muchísimas hojas y con un señor usando turbante en la portada, debía ser un libro muy importante porque cada vez que lo hojeaba mi papá me decía “no vayas a pintar ese libro”.

Cuando apenas reconocía las letras ese libro me seguía siendo completamente incomprensible, lo veía como un grimorio o algo parecido, esperaba el momento en que pudiera leerlo.

Luego nos mudamos y el libro ese quedó olvidado dentro de una caja de cartón pero no la fascinación. Aprendí a leer y me dieron “El Principito” y me gustó mucho, después a “Platero y Yo” que me aburrió.

Más tarde comenzaron a darme clases particulares en la biblioteca de la escuela. Era de lo más feliz en la Tierra en un lugar frío lleno de toda clase de libros a mi disposición: enciclopedias, atlas, compilados y mis favoritos en ese entonces “Los Libros del Rincón”.

En la secundaria vi lo solemne que puede ser una biblioteca. Esta biblioteca era (es) un edificio aparte de un piso ubicado al final de todos los otros edificios, lejos del bullicio del patio y las canchas. En los jardines que la rodeaban estaban instaladas bancas y mesitas para la lectura al aire libre. Fue en ese bello lugar donde leí mi primer libro de detectives “El largo adiós” de Raymond Chandler (aunque yo sigo pensando que es ciencia ficción, pero meh, ¿quién soy yo para darle género a un libro?), me emocionó, tenía de todo, policías, criminales, drogas, alucinaciones raras, ¡uf!.

Y nos mudamos de nuevo. Y no lo van a creer pero la escuela no tenía biblioteca. Y que me da el patatús. Ya resignada uno de esos días le digo a mi mamá que nos pidieron el libro “Álgebra” de Baldor a lo que me contestó que buscara en la caja de libros de mi papa. ¿Ya adivinaron?, sí, el grimorio de mi infancia no era más que un (cuasi mítico) libro de álgebra, cuando lo saqué de la caja sentí un vuelco en el estómago, había llegado el momento en que pude leer el librote y claro resolver los ejercicios también.

En la preparatoria un profesor me regaló “Soy Leyenda” de Richard Matherson que se convirtió en uno de mis favoritos. Días después de que terminé de leer ese libro una de mis amigas me dijo “si te gustaron de espantos…” y me mostró “Cañitas” de Carlos Trejo, lo leí con ella.

Como ven mi vida no tiene un sound track en su lugar hay una lista de libros memorables.

Todo esto viene para hacer una queja: ¿A que “geniecillo” se le ocurrió eso de “tonto el que presta un libro pero más tonto el que lo regresa”?

Y a los “geniecillos” que siguen el dicho al pie de la letra: regresar un libro (y cualquier otra cosa prestada) no los hace tontos si no honorables y dignos de confianza. Embaucadores es en lo que se convierten al quedárselo.

He perdido muchos libros así, desde el Diario de Anna Frank hasta Pixie en los suburbios, algunos de ellos los he repuesto otros no he podido, como mi propio libro de pociones (en realidad era de HTML) que como el Príncipe Mestizo le puse por todas partes notas, comentarios, ejemplos y trucos, “voy a sacarle copias” me dijeron y después de eso no volví a verlo.

Casi todos mis libros tienen una historia detrás, son algo que me trae recuerdos y es triste perder el objeto, el recuerdo afortunadamente se queda.

Los libros son como las personas, llevan un nombre y una historia dentro de ellos, dejen de secuestrarlos ¿OK?